Es deprimente, por no decir desesperante, esa situación macabra de ver a un país que elige una y otra vez a sus verdugos con un masoquismo infinito, en la que los electores son cómplices de los dueños de su destino, sumisos con los burócratas que los tienen atrapados con un sueldo miserable, impávidos con los usurpadores de sus tierras y permisivos con los ladrones de su bienestar. Los vuelven a elegir, una y otra vez, en una espiral infinita en la cual la democracia no es más que la revalidación popular del régimen de privilegios que se ha enquistado en nuestra historia, que nos dejó anclados mentalmente a la colonia, en donde se le llamó “independencia” al triunfo de la nobleza criolla sobre la española.
Y para completar este cuadro triste, quienes se alzaron en armas en la segunda mitad del siglo XX para exigir un país más justo, equitativo y viable, terminaron perdiendo la brújula de la lucha revolucionaria mientras sus comandantes se enriquecían a manos llenas con actividades criminales parados en un discurso cada vez más obsoleto. Al final, para empezar este siglo, terminaron aceptando entrar al club de la miseria política y la burocracia estatal en contraprestación por dejar de delinquir. A eso le llamaron “proceso de paz”, esa quimera que vende cualquier negociación a los ojos de la opinión pública. Aun así, el plebiscito con el que Santos quería recuperar la legitimidad de su Gobierno en caída libre le fue desfavorable y solo se pudo salvar el proceso gracias al flotador que llegó desde Estocolmo cuando concedieron el Premio Nobel de Paz, por el apoyo de muchos jóvenes que salieron a las calles para respaldar los acuerdos de La Habana y por la falta de propuesta de los promotores del NO que son muy buenos para destruir cualquier iniciativa para avanzar en la reconciliación, pero que no tienen alternativas sensatas para presentarle al país con el fin de evitar ese derramamiento infame de sangre.
Que le entregaron el país a las FARC, dicen, pero no es verdad. Fueron las FARC las que le devolvieron sus zonas de influencia de nuevo a la oligarquía que decían combatir para que ferien y repartan esos terrenos abandonados por el Estado desde siempre con las multinacionales, con los terratenientes de vieja data, con las empresas latifundistas colombianas y con el sector financiero, para que los campesinos sigan siendo simples peones en los territorios en los que siempre han estado en el mejor de los casos y, en el peor, nuevamente desplazados.
Ahora los líderes sociales desarmados y vulnerables son la última resistencia contra los usurpadores. Por supuesto, los están masacrando uno a uno, con la complacencia y casi que complicidad del Estado que no ve a pobladores resistiéndose a la injusticia y al despojo en la defensa de su comunidad, sino sinvergüenzas a los que matan por meterse en “líos de faldas”.
El panorama es desolador y aún más lo es el futuro próximo. Las encuestas, que casi siempre mienten cuando ilusionan pero que son muy certeras como advertencia de la debacle, predicen que el país caerá una vez más tendido a los pies de Uribe que supo vender todo este tiempo la fábula del “castrochavismo” y que Colombia se va a convertir en una nueva Venezuela, para que millones de descriteriados que habitan en ese país repitan como loros discursos que ni siquiera entienden por qué no tienen soporte alguno, mucho menos en un país en donde la izquierda nunca ha tenido opciones reales de llegar a la Presidencia y que cuando han podido ejercer el poder local lo han hecho contra viento y marea o, desafortunadamente, demostrando ineptitud para administrar.
El país vuelve a manos de los victimarios más reaccionarios, de donde nunca hubiera salido sino hubiese sido porque Santos decidió pensar por sí mismo después de ser elegido en el 2010 para tender puentes de diálogos con las FARC y así poder desmovilizar a esa guerrilla. Santos ese año fue “el que dijo Uribe”. Pero claramente el nuevo habitáculo del poder de Uribe llamado Iván Duque, no podrá incurrir en una nueva desobediencia porque tiene la correa corta y porque en realidad no sería más que una promesa sin mayor recorrido si Uribe no moviera sus hilos. Iván Duque es gracias a Uribe y se le debe a él. No tiene margen de maniobra propia.
Parece que a gran parte del país no le importa el legado nefasto de la presidencia de Uribe desde 2002 hasta el 2010 que usó el poder a su antojo y que se valió de todo tipo de artimañas corruptas, incluso sobornando congresistas, para perpetuarse en la “Casa de Nari”, hasta que la Corte Constitucional se le atravesó a su tercer mandato, que muy seguramente se hubiera convertido en un cuarto, quinto, sexto, hasta que le pudiera heredar el trono a Tomás o a Jerónimo. O a los dos, cuando el país hubiese quedado convertido en desecho para reciclaje.
Parece que nadie recuerda esos 3512 casos documentados de personas disfrazadas de guerrilleros que fueron asesinados en total estado de indefensión para darle gusto a nuestro Calígula criollo, para que él estuviera contento repartiendo estímulos, vacaciones y dinero entre los militares que llegaban a las bases militares con cuerpos envueltos en bolsas blancas como si ese fuera el símbolo de un país que va por buen camino. Esos muertos pobres al país no le importan. Los crímenes contra los ricos son atentados contra la democracia, contra el país, contra las buenas maneras. Los crímenes contra las personas notables son crímenes de lesa humanidad. Pero los asesinatos masivos de pobres son solo “falsos positivos”, un simple daño colateral de un conflicto muy complejo, dicen con cinismo los “ideólogos” del uribismo, sin reconocer las dimensiones e infamia de esa masacre sin sentido y argumentando con crueldad que eran “mala gente”, en contraposición a ellos que son “la gente divinamente”.
Parece que pocos tienen presente que esos subsidios que tanto le critican al populismo de la izquierda en Colombia, Uribe los despilfarró en regalos multimillonarios para los terratenientes ricos, que además fueron financiadores de sus campañas políticas, con el programa de Agro Ingreso Seguro que de prestó para todo tipo corruptelas.
Es evidente que pocos resienten la persecución feroz que Uribe emprendió contra sus detractores, contra periodistas, contra activistas, contra la Corte Suprema de Justicia, contra la oposición política a través de seguimientos ilegales con su agencia de seguridad de bolsillo, el extinto DAS.
Es patético que entre más se le señala de crímenes, a sabiendas de que goza de la más absoluta impunidad por un sistema judicial pésimamente diseñado para judicializar altos dignatarios del Estado, relacionados con masacres paramilitares mientras fue gobernador de Antioquia, además del asesinato de uno de sus más cercanos colaboradores, entre muchos otros, más electores se mueven para respaldarlo y más feroces son las voces para defenderlo.
Y es que creo que Uribe encarna muchos de los antivalores que representan a tantos colombianos: La filosofía del vivo, del ventajoso, de los que son capaces de burlar la ley y vivir como reyes y de ascender políticamente valiéndose de una falta absoluta de principios y escrúpulos. Ese colombiano para el que la ley solo vale cuando le vulneran sus derechos pero que no tiene reatos de conciencia para transgredirla si eso le significa un beneficio personal. El colombiano arribista que siempre se ve rico y del lado de los ricos y poderosos, así tenga que viajar todos los días espichado en Transmilenio. El colombiano envalentonado y frentero que lejos de reconocer sus fallas se pone bravo y reacciona con violencia.
Los argumentos para defender a Uribe son vagos, sinuosos y ridículos. Los uribistas no argumentan, solo descalifican al contradictor tachándolo de “mamerto” o “guerrillero” y vociferando con un lapidario “Uribe ha sido el mejor presidente que ha tenido el país duélale a quién le duela”. Y vaya que ha dolido. Y seguirá doliendo. Pero no trascienden mucho más. Les parece que el mal más grande que ha tenido el país es la guerrilla y como se desmovilizaron sin que hubiesen podido materializar sus deseos de venganza, ahora quieren elegir de nuevo a su justiciero para ver qué hace con ellos ahora desarmados e intentando hacer política.
Y mientras esto sucede con el nuevo Reich para el que se prepara Colombia en manos de la extrema derecha, los llamados candidatos de “centro”, Fajardo y Claudia López, le compran el discurso del castrochavismo a Uribe y por esa vía descalifican a Petro para una posible alianza que le pueda hacer algo de contrapeso a lo inevitable. Vargas Lleras se prepara para recibir cuatro años más de la torta burocrática de un Gobierno que le será empático y afín, como todos los gobiernos, hasta que tiene que hacer su propia campaña. Y Humberto de la Calle, que sin duda era la mejor opción para encaminar lo establecido en los acuerdos de La Habana, es el candidato de un partido político fariseo y se rodea de políticos caducos o de jóvenes ambiciosos que espantan más votos de los que atraen.
Los influenciadores “bienpensantes” que creen que una alianza entre Fajardo, De la Calle y Petro es inviable porque Petro es “el otro extremo” son los que le están quitando al país la única oportunidad de hacerle contrapeso a ese país que se hunde por la derecha. Colombia se hunde a estribor con millones de colombianos halando para ese lado de puro miedo y odio a que el barco vire a babor alguna vez en la historia porque nos vamos a volver Venezuela o castrochavistas.
Como si ya no fuéramos Colombia.
Fuente: revistaenfoque.com
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